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jueves, 6 de mayo de 2010

Emilia Pereyra

La persistencia

del neorrealismo y la ciudad

en Cóctel con frenesí de Emilia Pereyra


Cuando me adentro en la lectura de esta novela corta de Emilia Pereyra me asaltan, en principio, dos cuestiones que platee cuando leí El crimen verde: el talante neorrealista de su narración y la persistencia del péndulo ciudad-campo, como realización espacio temporal. El primer asunto me pone a reflexionar sobre lo que ha sido la escritura realista en la literatura dominicana. Prácticamente, el costumbrismo dominó nuestra literatura del siglo XIX. La fantasma de Higüey, (1857) de Javier Angulo Guridi, y El montero, de Pedro Francisco Bonó, no pueden ser signadas como obras realistas. Ellas muestran nuestro prolongado romanticismo. Baní o Engracia y Antoñita, de Francisco Gregorio Billini es nuestra gran novela, después de Enriquillo de Galván, y si nos limitamos al siglo XIX, pero es una obra enmarcada dentro de un costumbrismo romántico. Así que se puede postular que el realismo ni el naturalismo tuvieron hondura en la recién fundada literatura dominicana. Las obras de Cestero, La sangre y Ciudad romántica… sí podríamos verlas dentro de la expresión de la realidad dominicana, pero estaban cruzadas por el modernismo.

Pienso en Cuentos puertoplateños de José Ramón López, pero el costumbrismo de la política no permiten que puedan verse como realismo, como un realismo tardío. Si postulamos un realismo, deseos de mostrar la forma de vida de la gente de a pie en la literatura dominicana, es poco lo que podríamos encontrar. El fuerte de nuestra narrativa será el realismo social. Defínase éste como la expresión de la realidad social, un movimiento que ve lo social a través de las ideas de la Revolución campesina mexicana y la Revolución de Octubre de 1917. Un realismo que es, en definitiva, una denuncia. Busca que los lectores comprendan ese mundo subalterno, que debe ser considerado políticamente. Constituye un intento de gobernar con el campo; de darle a los subalternos el carnet de ciudadanos.

Por ese lado, podríamos pensar la narrativa de Juan Bosch y de Ramón Marrero Aristy, quienes vienen a ser lo fundadores de ese realismo social en la medida en que sus relatos buscan una identificación entre lo narrado y la vida, plantean las diferencias sociales en la que viven los campesinos como clase subalterna.

Sé que la teoría del realismo puede ser refutada sobre todo si la pensamos como el calco de la vida en la literatura, pero ella es conveniente para pensar la relación entre la representación literaria y la realidad así como para buscar las ideas fundacionales que determinan cierto tipo de escritura. La teoría del realismo no me permite confundir lo narrado con la vida, pero me ayuda a pensar la literatura como representación simbólica de un tiempo, de una época, como realización lingüística de un sujeto, en su presente histórico, destinado a unos lectores que reconfiguran el discurso literario.

En la década de 1960, hay otra apertura al realismo en nuestras letras. Tratase de un realismo socialista. Ya instaurada la Revolución cubana la realidad social y política tiene otro horizonte. La realidad se convierte en representación de una trama filtrada por voces que lo llevan casi al panfleto. Cotidianidad puede llevarse al sentimiento, como se echa de ver en los cuentos de René del Risco Bermúdez. El realismo que estamos viendo en las últimas décadas lo hemos llamado neorrealismo. Es una narrativa del otro, escrita desde una voz hetrodiegética. No tiene la pretensión de mostrar lo social con el plan de convencernos de los problemas sociales, que políticamente podrían ser solucionados por una utopía. Sencillamente muestra con suma plasticidad la forma desgarrante de la vida social para los sujetos más pobres, pero no hay un propósito, no hay una salida utópica.

Dentro de este amplio horizonte veo esta breve novela de la Emilia Pereyra. La plasticidad de sus imágenes, los giros narrativos que van encontrando la cuadernavía de miseria en la que viven una serie de personajes del mundo paupérrimo, mientras la clase media sigue en lo suyo, y en una sociedad donde no se platea ninguna salida. Al verso de Manuel Machado, “Qué solos están los muertos” podemos replicar, pensando en la novela: qué solos están los pobres. El cuadro de la pobreza solamente es comparable a una película del cine neorrealista italiano. Un mundo donde los seres son sombras, como en la pintura negra de Goya. Muestra también un poco la picaresca, porque en la vida dominicana hay una picaresca, no escondida, sino olvidada.

El espacio campo-ciudad manifiesta una preocupación de la intelectualidad dominicana desde fines del siglo XIX, que llega a cruzar el siglo XX. El dominicano, como lo ha reiterado el historiador Moya Pons, ha dejado de ser campesino para hacerse citadino. Las migraciones a la ciudad han engrosado los cinturones de miseria, y este tipo de movilidad social, nos emparienta con muchos países de América Latina. Ahora bien, la ciudad, que tal vez ha sido una promesa, un espacio de buscar el saber, como ocurre en La otra Penélope, con Bartolina, es un infierno para los subalternos. Creo que el contraste entre los estilos de vida de la clase media y el azaroso deambular de Burundi, personaje principal de Cóctel con frenesí, realiza un contrapunto entre esos dos mundos que componen la ciudad de Santo Domingo.

Haber llegado del campo hace de este antihéroe un personaje picaresco, que busca alimentarse, pero no es esta una obra que se despliegue en un manto exclusivamente social. Su deambular por la ciudad muestra que no es un lugar de promisión, sino el espacio de la basura, la podredumbre, la falta de electricidad, el hambre, la violencia, la injusticia… Estos personajes, Burundi y Chucha, son los anónimos, sólo comparables con los animales y que el lugar que le corresponde es la casucha al lado del río Ozama o el vertedero. Se hace imposible leer esta obra sin entender que existen dos Santo Domingo, el de la Mella y el de la Lincoln. Sin olvidar que El Conde de las grandes vidrieras, donde se miraban los personajes existencialista de Andrés L. Mateo y fantaseaban los de Pedro Peix, El Conde angustiado de René de Risco en El Viento frío, es ahora dos. En el día los negocios y en las noches, en medio de la oscuridad, la prostitución, la miseria, los locos perdidos en sus sueños.

En esta novela, como ya hemos observado en El crimen verde, vivir en la ciudad no abona a una solución social. El héroe vaga en los espacios de la urbe para terminar en una irónica respuesta y en una encerrona existencial. Lo único que se plantea como posibilidad, como horizonte de espera, viene de la política, pero lo que los políticos pueden hacer por el país, no llena las expectativas. Todos los partidos pueden ser medidos por el mismo rasero. De ahí que la situación social, que presenta la obra con tanta plasticidad, tiene que llegar a una salida existencial.

Y esto marca una reiteración del fatalismo en que muchas veces cae el pensamiento dominicano, elaborado en su ensayística y otras veces en la narrativa. Vivimos un mundo sin esperanza. Vivimos en el sálvese quien pueda. De ahí la soledad en que viven los más pobres, la clase paupérrima. Chucha fue para Burundi su único encuentro con la solidaridad, con el amor; luego, la búsqueda, la muerte, la nada. Entre los sentimientos y las carencias materiales, la suciedad, el hedor, la indiferencia, la nada. Así se convierte el paisaje para los misérrimos: una realidad donde lo social se inclina a lo existencial. ¿Quién es el culpable de haberle dado tal magra existencia? Lo podemos buscar en el cielo o en la tierra. Estas son las improntas del existencialismo.

Una consideración final quiero hacer, Pereyra es una narradora que se distingue por su prosa, que dentro de una expresión neorrealista, plantea una creación lingüística no influida por el neobarroco; no complica la expresión, aunque el deseo de aumentar su nivel léxico en esta obra, a veces parece afectado. Esta obra tiene algo de relato breve, de cuento, lo que la hace intensa, dueña de un ritmo inusitado. Desde un principio, el personaje se encuentra en movimiento, lo que hace que la obra funcione como relato semejante a la vida. Las ventanas que abre entre cada capítulo, muestran el contraste entre una historia y otra, pero son pequeños cuentos, que muchas veces hacen que la fragmentación no contribuya al todo, pues quedan aislados como breves secuencias que narran acciones de otros personajes, que hay que ver de manera contrastiva y que, en definitiva, poco contribuyen al ritmo de la obra. Esta es un desliz en la que muchos escritores dominicanos pecan, quieren experimentar, quieren hacer una obra diferente, pero no siempre esa novedad le ayuda a la arquitectura de la obra. Por lo demás, Cóctel con frenesí de Emilia Pereyra es una narración que nos abre un horizonte para pensar la vida citadina dominicana y la escritura de las últimas décadas.

Pereyra, Emilia. Cóctel con frenesí. Santo Domingo: Editorial Cole, 2003. (Del libro, Las palabras sublevadas de próxima aparición).

Miguel Ángel Fornerín





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